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La ciudad me parecía un mundo sucio y ruidoso cuando me mudé con Sara. Al principio, me costó acostumbrarme. Yo venía de un campo verde junto al mar, de una casa grande de planta baja. Había pasado un par de años entre Ávila y Madrid, pero siempre pensando que aquello era provisional. No era mi hogar. Sin embargo, A Coruña es un paraíso de asfalto comparado con la capital.

Tardé tiempo en comprender que el hogar no son cuatro paredes sin pintar. No es una casa nin un piso, ni mucho menos una ciudad o un pueblo. Un día vi que mi hogar era Sara, Aitor y Andreu. Pronto estuve habituada al transitar de la gente y los coches, a las sirenas y los bocinazos, los gritos y el bullicio de aquel lugar. Las calles empedradas, las aceras anchas y miles de personas que las recorrían a diario. Muy pronto, me sentí una más.

Aún hoy, me despierto de noche creyendo escuchar el sonido del teléfono y pienso que estoy en casa. Aquella madrugada del sábado para el domingo, cuando todo comenzó, yo ya estaba despierta cuando sonó. Estaba preparada para ese momento, aguardándolo. Atendí al primer timbrazo la llamada y al colgar, dudé un momento si despertar a mi pareja. Los ronquidos del perro, que dormía en el suelo de mi lado de la cama, me disuadieron.

Al final le dejé una nota pegada en la nevera y salí hacia mi trabajo, donde me reclamaban. Paré un momento en un bar del camino a comprar dos cafés para llevar. El mío solo y sin azúcar. El otro era un gota de café con mucha leche, una cosa dulce y repugnante que Martínez, mi compañero, tomaba a todas horas.

Disfruté de ese cotidiano momento de tranquilidad, de normalidad caminado por los adoquines mojados, antes de lo que me aguardaba . En cierto modo, sabía lo que iba a ver en esa calle. Siempre me ha gustado la belleza de la ciudad de noche, cuando no hay nadie por la calle y todos duermen. Ese día me crucé con varios grupos de borrachos, en general gente joven, que disfrutaban de la madrugada.

Tenía el coche aparcado bastante lejos, por eso le había pedido a Martínez que pasase a recogerme. Era habitual que hiciésemos así porque él no vivía muy lejos del centro. Tenía un piso de alquiler en Montealto, grande y bien arreglado, como el mismo Martínez, y con plaza de garaje.

Aquella noche me relajé un momento en el asiento del copiloto. Comenzaba a sentirme hastiada y fracasada. Estaba deprimida, aunque no quería admitirlo. Pronto llegaríamos al lugar de los hechos, cerca del Papagayo. Miré por la ventanilla las luces de aquella tranquila ciudad, temiendo lo que me encontraría. Dejamos el coche en medio de la calle, donde ya estaban los compañeros con las sirenas puestas acordonando la zona. Pronto llegaría la forense y los judiciales, así que Martínez y yo nos apresuramos en buscar pistas y hacer nuestro trabajo lo mejor posible. Pero en cuanto vi el cuerpo, lo supe. Manuel Martínez me miró fijamente un momento. Él también lo sabía, nuestros peores temores se estaban haciendo realidad. En aquella ciudad quieta y pequeña había un asesino en serie. Y nosotros eramos los sabuesos que debían seguir su rastro por las calles hasta cazarle.

Esa noche fue la primera que no pude hacer mi trabajo tranquila. Estuve todo el tiempo descentrada, deseando volver a casa y esconderme entre las sábanas. Refugiarme en la bondad conocida de la maldad imperante en aquel escenario del crimen. Podía imaginarme que el horror solo estaba comenzando. Pero lo peor no caminaba por las calles, sino que vivía adentro.

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2 comentarios en “Capítulo 3 de «Calle Real, nº 36»

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